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Patente de corso

Una historia de Europa (LXXIX)

Arturo Pérez-Reverte

Viernes, 03 de Mayo 2024, 11:10h

Tiempo de lectura: 3 min

No ocurrió en Europa, pero de ella provino. Me refiero a la secesión de las trece colonias británicas de América del Norte (las trece barras que siguen estando hoy en la bandera gringa) y a la guerra contra la metrópoli que acabó en la Declaración de Independencia el 4 de julio de 1776. Las trece eran británicas, como digo, aunque algunas habían sido fundadas por emigrantes holandeses, suecos e incluso alemanes, y allí vivían colonos de toda condición y pelaje, mezclados protestantes, puritanos, católicos, cuáqueros y cuantas versiones del asunto religioso podamos imaginar. Esa gente empujaba hacia el oeste, comerciando con los indios o puteándolos según las circunstancias, poblando, cultivando campos, talando bosques y construyendo ciudades. No tenían ni la riqueza ni la cultura de las posesiones españolas de México o Perú, pero sí juventud, empuje y ganas de buscarse la vida. Inglaterra se hallaba lejos, a 6.000 kilómetros de distancia, lo que les daba una más que razonable autonomía. El pifostio vino, como siempre, por cuestiones de dinero: presión fiscal, impuestos sobre papel timbrado y sobre el té, granjeros cabreados, disturbios callejeros y otros etcéteras. En Londres, donde reinaba Jorge III, no lo vieron venir («Esos paletos se dispersan con cuatro escopetazos», dijeron los muy primaveras), y cuando vino en serio ya no hubo quien pacificara la cosa. Al principio las trece colonias no estaban unidas y cada perro se lamía su órgano, pero pronto comprendieron que juntas podían poner a Londres los pavos a la sombra. Así que con el Congreso de Filadelfia (1775) empezó la guerra, y los de allí pasaron de ser colonos británicos a rebeldes norteamericanos (les recomiendo El patriota, con Mel Gibson; pero sobre todo, una peli estupenda de John Ford, Corazones indomables, que cuenta muy bien el ambiente). Por supuesto, al ver a Gran Bretaña metida en problemas, sus tradicionales enemigos europeos, goteándoles el colmillo, aprovecharon la ocasión para dar por saco cuanto pudieron; y los norteamericanos (dirigidos entre otros por George Washington) recibieron el apoyo de Francia, España y Holanda, que declararon la guerra a Inglaterra. Desbordada ésta, aunque el almirante Rodney se cepilló a la escuadra gabacha en la batalla naval de Los Santos y Gibraltar se mantuvo británico pese a un duro asedio hispano-francés, las derrotas terrestres en suelo americano pusieron a los ingleses contra las cuerdas; y en la batalla de Yorktown los patriotas yanquis dieron a los casacas rojas las suyas y las del pulpo. Así que con la Paz de Versalles (1783) Inglaterra concedió beneficios coloniales a Francia y España, y se tragó, en crudo y sin cocer, el sapo de la independencia de los Estados Unidos de una América independiente y republicana (América será la nación predominante en nuestra época, anunció profético Wilkes en el parlamento de Londres). Y oído al parche, señoras y señores; porque de la nueva nación iban a salir interesantes novedades políticas que influirían en el futuro de Europa. Lo de una república no era del todo nuevo, pues Holanda lo era desde su independencia de España en 1581; pero pese a lo que creen muchos pardillos, las palabras república y democracia no siempre van juntas. Y aquélla, la holandesa (más bien aristocrática y corporativa), no era ni de lejos tan democrática como la norteamericana. En los flamantes Estados Unidos, tan variopintos como extensos, y a diferencia de Europa, las fuerzas reaccionarias (Iglesia, aristocracia y otras hierbas) no estaban lo bastante unidas como para frenar la modernidad política, y eso marcó un puntazo. La nueva Constitución asumió con entusiasmo los equilibrios que Locke y Montesquieu habían planteado en sus escritos, y quedó garantizada la independencia de los poderes legislativo, ejecutivo y judicial. Con lo que se dio la curiosa paradoja de que Norteamérica, nación de europeos independizados, fundamentó sus principios en ideas nacidas de Europa, pero que la propia Europa era todavía incapaz de aplicar. Con un detalle importante, de postre: como el nuevo país era una confederación de antiguas colonias convertidas en estados, se vio con mucha inteligencia la necesidad de que la autonomía de cada territorio se viera compensada (o controlada) por un poder centralizado y fuerte que, aun respetando escrupulosamente derechos y libertades, evitara que aquello se convirtiera (ahórrenme señalar, que me da la risa) en un comedero de patos en manos de oportunistas, majaras y sinvergüenzas. Por eso, y para rematar la paradoja, los presidentes de los Estados Unidos acabaron teniendo, ante un siglo XIX que ya rompía aguas, poderes más amplios y eficaces que muchos monarcas europeos.

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